Un grupo de personas en una manifestación sosteniendo un cartel que dice "Ser mujer no es un sentimiento" con un fondo urbano y un marco decorativo en tonos rosados.
OPINIÓN

El naufragio woke: El Reino Unido reconoce el sexo biológico

La justicia británica rompe con la ideología de género: ser mujer no depende de la identidad, sino del sexo al nacer

Imagen del Blog de Octavio Cortés

Llegó la esperada sentencia del Tribunal Supremo en UK y los cimientos del wokismo global se han tambaleado: según el tribunal, la palabra “mujer” en los textos legales hace referencia al sexo biológico. El wokismo, que aún estaba recuperándose del golpe recibido cuando Trump firmó una orden ejecutiva reconociendo sólo dos géneros y prohibiendo la presencia de hombres en competiciones femeninas, ha entrado en modo pánico y ha activado dos estrategias de supervivencia.

La primera, el victimismo. Seres humanos tan destacados (en lo intelectual, en lo moral) como los camaradas Cambrollé y Duval acusaron al tribunal británico de querer anular la “existencia” de las personas trans. Este es un argumento especialmente desafortunado, que ha sido usado a menudo por Irene Montero, conforme al cual la clave del asunto es el lema “las personas trans existen”. Por lo general, esta primera tesis suele usarse para montar un silogismo tramposo: si las personas trans existen y son humanos, sus derechos son derechos humanos. El votante de izquierdas, atrapado como está en su habitual neblina de estupor tumefacto, se ve entonces abocado a afirmar que quien niega que el Soldado Francisco sea una mujer está atentando contra los derechos humanos.

¿Existe el camarada Cambrollé? Por supuesto que existe. ¿Es una mujer? Por supuesto que no, dado que el hecho de existir no implica el ser mujer. Hay una infinidad de cosas que existen y no son mujeres. Los coches, los lápices, los rascacielos, las ballenas, las galaxias remotas. A nivel puramente lógico, el despropósito es monumental. Lo mismo sucede con el argumento de los derechos humanos. Yo puedo inventarme cualquier tipo de derecho (por ejemplo, el derecho a ser amante de Scarlett Johansson) y luego decir que, como que yo soy humano, mis derechos inventados son derechos humanos. La refutación en este caso es breve y suficiente: no existe el derecho a ser mujer.

Por lo demás, resulta truculento que estas personas se presenten como víctimas, cuando durante años han encabezado un movimiento inquisitorial implacable. Hemos visto grupos quemando libros de J.K. Rowling, continuas exhibiciones del lema “kill the TERF”, cancelaciones sumarias, señalamientos públicos, cacerías en redes sociales. Ahora vienen a hacerse los dignos, pero es demasiado tarde.

El segundo recurso que se usa desde el mundo queer es la acusación de “biologismo”, es decir, acusan a la biología de usar los métodos de la biología en vez de usar las monsergas de Judit Butler sobre el “género performativo”. Según estas tesis, tener vagina y matriz no te hace mujer, pero llevar peluca y zapatos de tacón, sí. En realidad, la biología suele hacer sus diferenciaciones en función de lo biológico: así es como los biólogos consiguen diferenciar, por ejemplo, a una gaviota de un tigre. En sus mejores momentos, el wokismo llegó a usar el término “genitofascismo” para quienes insistían en que los genitales tenían algo que ver con la diferencia sexual.

Pues bien, todo este castillo de naipes se está desmoronando. Por desgracia, al sur de los Pirineos aún tienen rango de ley todas estas imbecilidades. Todo el pandemónium a la izquierda del PSOE sigue hablando de “mujeres con pene” y de “infancias trans”. Todavía tenemos suerte de que sólo hablan de mujeres con pene y no de mujeres con aletas de tiburón o mujeres con ocho brazos, porque Sánchez lo daría por bueno sin inmutarse, en nombre de la lucha contra la malvada ultraderecha y la desinformación y el cambio climático y el franquismo y el micromachismo y la emergencia habitacional. Nuestra recomendación: si entre las filas socialistas tienen dificultad para distinguir quién es una mujer y quién no, que le pregunten a Don José Luis Ábalos, el último romántico, que siempre lo ha tenido bastante claro.

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